CUÁNDO LO TERMINARÁS ( capítulo IV )
Observé y
estudié detenidamente muchísimas pinturas sobre la escena del anuncio, tardes
de estudio concentrado en textos de pintura, recorriendo las finísimas y
hermosas obras que hace tantos años inspiraron a los maestros de la pintura.
Me
trasladaba luego de mi trabajo como profesor, hacia el barrio San Diego, lugar
donde se instalaban los vendedores de libros usados y ahí cada tarde deambulaba
por el arte universal, los museos y los maestros.
Un día
descubrí una tela que me cautivó.
Era “La
anunciación”, del pintor Italiano Sandro Botticelli.
La imagen
representaba el saludo del ángel quien portaba un nardo, María conturbada y al fondo se podía divisar el paisaje de Nazaret.
El andamio
que se construyó era bastante inapropiado, pero el deseo de plasmar “el anuncio”
en aquel enorme muro a una altura de un metro y medio era más potente que las
dificultades.
La copia
del borrador me tomó muchos días porque la posición era muy incomoda puesto que
como expliqué antes, la parte central del muro no era plana sino que estaba hundida
en un ángulo obtuso de 135º. Una especie de pórtico.
El trabajo
era enorme y muy dificultoso, el ir y venir sobre el andamio era constante.
Y como
suele ocurrir nadie veía nada sobre el muro, sin embargo yo tenía la
perspectiva de lo que sería aquello.
Cada imagen
medía cerca de dos metros.
La parte
central era una gran dificultad, porque la composición iba en perspectiva hacia
el interior.
Finalmente
se resolvió estableciendo allí un portal que conectaba la habitación de María con el
paisaje de fondo.
Un juego de
luces y sombras crearía un ambiente algo irreal para el encuentro de María.
El padre
Gerardo aparecía de vez en cuando en la soledad de la noche y parodiaba la
pregunta de Clemente VII, expresando con fuerte voz:
-Es un poco
lento padre, ni Miguel Ángel tuvo tanta incomodidad como esta.
Esto era
verdad. Resultaba muy incómodo el movimiento además que tenía un margen de
inseguridad porque el andamio había sido construido pensando en que se cubriría
un muro de manera normal.
Y esto era
una inmensa lámina que tenía todo tipo de tonalidades.
A veces
opté por atarme a los fierros en caso de desequilibrio.
A veces
pintaba hasta muy tarde, mi casa quedaba cerca del templo así que fácilmente me
daban las dos o las tres de la madrugada.
Tuvimos que
resistir la constante crítica de los feligreses por lo poco estético que se
veía el templo con ese andamiaje y con algunos plásticos que ocultaban
groseramente la pintura.
El problema
principal eran las ceremonias de los matrimonios. Mucha gente elegantemente
vestida y que tenían como fondo unos
plásticos flotando y algo difuso tras ellos.
Todo
cambiaría cuando el mural estuviese terminado.
De vez en
cuando aparecía algún amigo que miraba con cierta incredulidad lo que ocurría:
El muro era enorme y yo pintaba sólo.
Paro
también más de uno me ayudó a dar unas
pinceladas.
El
desarrollo del mural fue lento y fatigoso, interminable: pintar, borrar,
cambiar, blanquear.
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